La verdad del estatismo
El increíble cinismo de los periodistas colombianos lo deja a uno casi sin aliento. Hoy sale D’Artagnan atribuyendo la terrible recesión de 1999 al pánico económico que según él generaron algunos empresarios en 1998 ante la posibilidad de que el escudero de Samper ganara la segunda vuelta de las elecciones. ¿Habrá quien recuerde el déficit público y el aumento de la violencia durante ese nefasto gobierno? Parece que el desprestigio que cosechó Pastrana sirve para que esos desaprensivos pretendan ahora salvar a su amigo.
Pero eso no es nada en comparación con el fétido Santos Molano que se alegra de los tumultos en Francia y culpa de los problemas de ese país al neoliberalismo. Precisamente los problemas de los países centrales de la UE tienen que ver con el aplazamiento de reformas de tipo liberal como las que llevaron a cabo en los ochenta los gobiernos de Reagan y Thatcher. Es fácil entender por qué el empleo y todos los demás indicadores de bienestar son favorables en el Reino Unido y en EE UU. Grotesco.
Pero eso no es nada en comparación con el fétido Santos Molano que se alegra de los tumultos en Francia y culpa de los problemas de ese país al neoliberalismo. Precisamente los problemas de los países centrales de la UE tienen que ver con el aplazamiento de reformas de tipo liberal como las que llevaron a cabo en los ochenta los gobiernos de Reagan y Thatcher. Es fácil entender por qué el empleo y todos los demás indicadores de bienestar son favorables en el Reino Unido y en EE UU. Grotesco.
Realineamiento de las fuerzas políticas
Vale la pena detenerse ahí porque las generalizaciones ideológicas impiden detectar factores que pueden contar más que la adscripción doctrinaria de algún político. Por ejemplo, el laborista Tony Blair es mucho más neoliberal que el conservador Jacques Chirac. Es que la derecha francesa es estatista, y en realidad lo es desde hace muchísimo tiempo.
Atender a eso es particularmente importante porque hoy en día presenciamos un vasto realineamiento de las fuerzas políticas en todo el mundo, el cual conduce a la formación de frentes amplios de derecha alrededor de la defensa del modelo neoliberal y frentes amplios de izquierda alrededor del discurso estatista.
Tal vez esa separación sea la que vale la pena tener en cuenta, pues dentro de poco las definiciones se harán más urgentes para todo el mundo. Por ejemplo si se piensa en Chávez, da igual que su camino sea el del comunismo a la cubana, el del viejo populismo o el de una socialdemocracia petrolera, todos los caminos del discurso de lo que hoy se llama izquierda conducen al estatismo, y los tres modelos de estatismo que he mencionado se parecen más de lo que se suele creer.
Nada mejor que liberarse del ladrillo ruizeño y leer algo de verdad valioso, bien que un poco largo, acerca del Estado:
... Me refiero al peligro mayor que hoy amenaza a la civilización europea. Como todos los demás peligros que amenazan a esta civilización, también éste ha nacido de ella. Más aún: constituye una de sus glorias; es el Estado contemporáneo. Nos encontramos, pues, con una réplica de lo que en el capítulo anterior se ha dicho sobre la ciencia: la fecundidad de sus principios la empuja hacia un fabuloso progreso; pero éste impone inexorablemente la especialización, y la especialización amenaza con ahogar a la ciencia.
Lo mismo acontece con el Estado.
Rememórese lo que era el Estado a fines del siglo XVIII en todas las naciones europeas. ¡Bien poca cosa! El primer capitalismo y sus organizaciones industriales, donde por primera vez triunfa la técnica, la nueva técnica, la racionalizada, habían producido un primer crecimiento de la sociedad. Una nueva clase social apareció, más poderosa en número y potencia que las preexistentes: la burguesía. Esta indina burguesía poseía, ante todo y sobre todo, una cosa: talento, talento práctico. Sabía organizar, disciplinar, dar continuidad y articulación al esfuerzo. En medio de ella, como en un océano, navegaba azarosa la «nave del Estado». La nave del Estado es una metáfora reinventada por la burguesía, que se sentía a sí misma oceánica, omnipotente y encinta de tormentas. Aquella nave era cosa de nada o poco más: apenas si tenía soldados, apenas si tenía burócratas, apenas si tenía dinero. Había sido fabricada en la Edad Media por una clase de hombres muy distintos de los burgueses: los nobles, gente admirable por su coraje, por su don de mando, por su sentido de responsabilidad. Sin ellos no existirían las naciones de Europa. Pero con todas esas virtudes del corazón, los nobles andaban, han andado siempre, mal de cabeza. Vivían de la otra víscera. De inteligencia muy limitada, sentimentales, instintivos, intuitivos; en suma, «irracionales». Por eso no pudieron desarrollar ninguna técnica, cosa que obliga a la racionalización. No inventaron la pólvora. Se fastidiaron. Incapaces de inventar nuevas armas, dejaron que los burgueses —tomándola de Oriente u otro sitio— utilizaran la pólvora, y con ello, automáticamente, ganaran la batalla al guerrero noble, al «caballero», cubierto estúpidamente de hierro, que apenas podía moverse en la lid, y a quien no se le había ocurrido que el secreto eterno de la guerra no consiste tanto en los medios de defensa como en los de agresión; secreto que iba a redescubrir Napoleón. Como el Estado es una técnica —de orden público y de administración— el «antiguo régimen» llega a los fines del siglo XVIII con un Estado debilísimo, azotado de todos lados por una ancha y revuelta sociedad. La desproporción entre el poder del Estado y el poder social es tal en ese momento, que, comparando la situación con la vigente en tiempos de Carlomagno, aparece el Estado del siglo XVIII como una degeneración. El Estado carolingio era, claro está, mucho menos pudiente que el de Luis XVI; pero, en cambio, la sociedad que lo rodeaba no tenía fuerza ninguna. El enorme desnivel entre la fuerza social y la del poder público hizo posible la revolución, las revoluciones (hasta 1848).
Pero con la revolución se adueñó del poder público la burguesía y aplicó al Estado sus innegables virtudes, y en poco más de una generación creó un Estado poderoso, que acabó con las revoluciones. Desde 1848, es decir, desde que comienza la segunda generación de gobiernos burgueses, no hay en Europa verdaderas revoluciones. Y no ciertamente porque no hubiese motivos para ellas, sino porque no había medios. Se niveló el poder público con el poder social. ¡Adiós revoluciones para siempre! Ya no cabe en Europa más que lo contrario: el golpe de Estado. Y todo lo que con posterioridad pudo darse aires de revolución, no fue más que un golpe de Estado con máscara.
En nuestro tiempo, el Estado ha llegado a ser una máquina formidable que funciona prodigiosamente, de una maravillosa eficiencia por la cantidad y precisión de sus medios. Plantada en medio de la sociedad, basta con tocar un resorte para que actúen sus enormes palancas y operen fulminantes sobre cualquier trozo del cuerpo social.
El Estado contemporáneo es el producto más visible y notorio de la civilización. Y es muy interesante, es revelador, percatarse de la actitud que ante él adopta el hombre-masa. Éste lo ve, lo admira, sabe que está ahí, asegurando su vida; pero no tiene conciencia de que es una creación humana inventada por ciertos hombres y sostenida por ciertas virtudes y supuestos que hubo ayer en los hombres y que puede evaporarse mañana. Por otra parte, el hombre-masa ve en el Estado un poder anónimo, y como él se siente a sí mismo anónimo —vulgo— , cree que el Estado es cosa suya. Imagínese que sobreviene en la vida pública de un país cualquiera dificultad, conflicto o problema: el hombre-masa tenderá a exigir que inmediatamente lo asuma el Estado, que se encargue directamente de resolverlo con sus gigantescos e incontrastables medios.
Este es el mayor peligro que hoy amenaza a la civilización: la estatifícación de la vida, el intervencionismo del Estado, la absorción de toda espontaneidad social por el Estado; es decir, la anulación de la espontaneidad histórica, que en definitiva sostiene, nutre y empuja los destinos humanos. Cuando la masa siente alguna desventura o, simplemente, algún fuerte apetito, es una gran tentación para ella esa permanente y segura posibilidad de conseguir todo —sin esfuerzo, lucha, duda, ni riesgo— sin mas que tocar el resorte y hacer funcionar la portentosa máquina. La masa se dice: «El Estado soy yo», lo cual es un perfecto error. El Estado es la masa sólo en el sentido en que puede decirse de dos hombres que son idénticos, porque ninguno de los dos se llama Juan. Estado contemporáneo y masa coinciden sólo en ser anónimos. Pero el caso es que el hombre-masa cree, en efecto, que él es el Estado, y tenderá cada vez más a hacerlo funcionar con cualquier pretexto, a aplastar con él toda minoría creadora que lo perturbe; que lo perturbe en cualquier orden: en política, en ideas, en industria.
El resultado de esta tendencia será fatal. La espontaneidad social quedará violentada una vez y otra por la intervención del Estado; ninguna nueva simiente podrá fructificar. La sociedad tendrá que vivir para el Estado; el hombre, para la máquina del gobierno. Y como a la postre no es sino una máquina cuya existencia y mantenimiento dependen de la vitalidad circundante que la mantenga, el Estado, después de chupar el tuétano a la sociedad, se quedará hético, esquelético, muerto con esa muerte herrumbrosa de la máquina, mucho más cadavérica que la del organismo vivo.
Este fue el sino lamentable de la civilización antigua. No tiene duda que el Estado imperial creado por los Julios y los Claudios fue una máquina admirable, incomparablemente superior como artefacto al viejo Estado republicano de las familias patricias. Pero, curiosa coincidencia, apenas llegó a su pleno desarrollo, comienza a decaer el cuerpo social. Ya en los tiempos de los Antoninos (siglo II) el Estado gravita con una antivital supremacía sobre la sociedad. Esta empieza a ser esclavizada, a no poder vivir más que en servicio del Estado. La vida toda se burocratiza. ¿Qué acontece? La burocratización de la vida produce su mengua absoluta —en todos los órdenes. La riqueza disminuye y las mujeres paren poco. Entonces el Estado, para subvenir a sus propias necesidades, fuerza más la burocratización de la existencia humana. Esta burocratización en segunda potencia es la militarización de la sociedad. La urgencia mayor del Estado es su aparato bélico, su ejército. El Estado es, ante todo, productor de seguridad (la seguridad de que nace el hombre-masa, no se olvide). Por eso es, ante todo, ejército. Los Severos, de origen africano, militarizan el mundo. ¡Vana faena! La miseria aumenta, las matrices son cada vez menos fecundas. Faltan hasta soldados. Después de los Severos el ejército tiene que ser reclutado entre extranjeros.
¿Se advierte cuál es el proceso paradójico y trágico del estatismo? La sociedad, para vivir mejor ella, crea, como un utensilio, el Estado. Luego, el Estado se sobrepone, y la sociedad tiene que empezar a vivir para el Estado. Pero, al fin y al cabo, el Estado se compone aún de los hombres de aquella sociedad. Mas pronto no basta con éstos para sostener el Estado y hay que llamar a extranjeros: primero, dálmatas; luego, germanos. Los extranjeros se hacen dueños del Estado, y los restos de la sociedad, del pueblo inicial, tienen que vivir esclavos de ellos, de gente con la cual no tiene nada que ver. A esto lleva el intervencionismo del Estado: el pueblo se convierte en carne y pasta que alimentan el mero artefacto y máquina que es el Estado. El esqueleto se come la carne en torno a él. El andamio se hace propietario e inquilino de la casa.
Cuando se sabe esto, azora un poco oír que Mussolini pregona con ejemplar petulancia, como un prodigioso descubrimiento hecho ahora en Italia, la fórmula: Todo por el Estado; nada fuera del Estado; nada contra el Estado. Bastaría esto para descubrir en el fascismo un típico movimiento de hombre-masa. Mussolini se encontró con un Estado admirablemente construido —no por él, sino precisamente por las fuerzas e ideas que él combate: por la democracia liberal. Él se limita a usarlo incontinentemente; y sin que yo me permita ahora juzgar el detalle de su obra, es indiscutible que los resultados obtenidos hasta el presente no pueden compararse con los logrados en la función política y administrativa por el Estado liberal. Si algo ha conseguido, es tan menudo, poco visible y nada sustantivo, que difícilmente equilibra la acumulación de poderes anormales que le consiente emplear aquella máquina en forma extrema.
El estatismo es la forma superior que toman la violencia y la acción directa constituidas en norma. Al través y por medio del Estado, máquina anónima, las masas actúan por sí mismas.
Las naciones europeas tienen ante sí una etapa de grandes dificultades en su vida interior, problemas económicos, jurídicos y de orden público sobremanera arduos. ¿Cómo no temer que bajo el imperio de las masas se encargue el Estado de aplastar la independencia del individuo, del grupo, y agostar así definitivamente el porvenir?
Un ejemplo concreto de este mecanismo lo hallamos en uno de los fenómenos más alarmantes de estos últimos treinta años: el aumento enorme en todos los países de las fuerzas de policía. El crecimiento social ha obligado ineludiblemente a ello. Por muy habitual que nos sea, no debe perder su terrible paradojismo ante nuestro espíritu el hecho de que la población de una gran urbe actual, para caminar pacíficamente y acudir a sus negocios, necesita, sin remedio, una policía que regule la circulación. Pero es una inocencia de las gentes de «orden» pensar que estas «fuerzas de orden público», creadas para el orden, se van a contentar con imponer siempre el que aquéllas quieran. Lo inevitable es que acaben por definir y decidir ellas el orden que van a imponer —y que será, naturalmente, el que les convenga.
Conviene que aprovechemos el roce de esta materia para hacer notar la diferente reacción que ante una necesidad pública puede sentir una u otra sociedad. Cuando, hacia 1800, la nueva industria comienza a crear un tipo de hombre —el obrero industrial— más criminoso que los tradicionales, Francia se apresura a crear una numerosa policía. Hacia 1810 surge en Inglaterra, por las mismas causas, un aumento de la criminalidad, y entonces caen los ingleses en la cuenta de que ellos no tienen policía. Gobiernan los conservadores. ¿Qué harán? ¿Crearán una policía? Nada de eso. Se prefiere aguantar, hasta donde se pueda, el crimen. «La gente se resigna a hacer su lugar al desorden, considerándolo como rescate de la libertad.» «En París —escribe John William Ward— tienen una policía admirable; pero pagan caras sus ventajas. Prefiero ver que cada tres o cuatro años se degüella a media docena de hombres en Ratcliffe Road, que estar sometido a visitas domiciliarias, al espionaje y a todas las maquinaciones de Fouché». Son dos ideas distintas del Estado. El inglés quiere que el Estado tenga límites.
(José Ortega y Gasset: La rebelión de las masas)
Valga la cita para explicar cómo todo lo que se vende disfrazado de “derechos” y de “justicia social” no es más que la fuerza amenazante de la burocratización de la vida, la estrategia de los leguleyos para dominar a la sociedad y convertir a todo el mundo en esclavo de su máquina-fetiche.
Es casi increíble que el destino de una nación como Francia se parezca tanto al de una persona común de cualquier parte. Porque ambas necesitan más que un sueldo un sueño, más que una renta segura, una aspiración al bienestar.
Eso ha llegado a ser la discusión política e ideológica hoy en día. Todas las viejas derechas han resultado absorbidas por el liberalismo y su adversario, da igual qué matices locales presente, trátese de socialismo, de nacionalismo, de populismo, etc., en realidad no es más que el camino estatista que denunció Ortega y Gasset hace ya tres cuartos de siglo.
Saben que mienten
En ese contexto, la suposición de que el empleo y la prosperidad sólo hay que ir a exigírselas al gobierno, como sugiere Santos Molano, es una de las mayores muestras de lo que hay detrás del estatismo: el sueño concreto de las viejas oligarquías de seguir dominando a la sociedad a través del Estado. No es posible suponer que él sólo se aferra a una convicción, porque hasta un niño entiende que los bienes no salen de los decretos.
Pero ¿qué excepción va a ser ese rebelde pensionado en un muladar en la que otra columnista, Marianne Ponsford, en El Espectador, se felicita de que un importante periodista británico se vaya a trabajar en la televisión de los amigos del terrorismo islámico, y no le falta desparpajo para decir que el Reino Unido y su sociedad liberal son lo que origina el fascismo?
1 Comments:
Excelente. Habia leido el libro de Ortega hace varios años, pero lo voy a retomar.
Saludos,
Carlos
By Carlos Méndez, at 5:44 p.m.
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